Reputación e imagen corporativa
Responsabilidad Social Corporativa: ¿Qué impulsa a las empresas?
Una empresa sin alma de verdad no tiene futuro. O, al menos, su futuro no tiene un sentido legitimado y deseable por parte de sus empleados, de sus clientes y de los ciudadanos en general.
Os ofrecemos un interesante artículo publicado en la revista Executive Excellence. Salvador García de la Universidad de Barcelona, Senior Associate de Augere y Presidente de la Fundación Consultores sin Fronteras (CsF), nos habla sobre los valores que impulsan las políticas de RSC y nos descubre las empresas con alma.
Responsabilidad social empresarial: ¿filantropía o reputación?
Para pasar de una época de cambios a un cambio de época –como diría el líder social Federico Mayor Zaragoza- es imprescindible que se produzca la reacción del influyente mundo de la empresa, que ya no puede permanecer sin atreverse a desplegar su alma y a emprender cambios culturales esenciales.
Verdaderamente, cuando nos atrevimos a escribir con Shimon Dolan en 1997, a finales del siglo pasado, la primera edición del éxito de ventas de La Dirección por Valores: la gestión del cambio más allá de la dirección por objetivos fuimos ya muy osados. Estábamos proponiendo un nuevo concepto de management a nivel internacional muy avanzado, varios años antes incluso de que apareciera en el mundo la idea de Responsabilidad Social Corporativa (RSC) de forma masiva. Doce años después, la RSC debe replantearse los valores que la impulsan.
Es evidente que el alma y los valores de una empresa no radican meramente en el apunte contable de las acciones sociales de su Fundación u otra estructura de RSC que resulte más o menos rentable como estrategia de marketing y relaciones públicas, aunque las incluye. Así por ejemplo, el esfuerzo de mantener unos pocos puestos de trabajo de una pequeña empresa en momentos de crisis por lealtad y compromiso con quienes hasta entonces han hecho posible su prosperidad económica es auténtica RSC, o Responsabilidad Social Empresarial (RSE), como mejor debería llamarse.
Hay empresas con alma de verdad, empresas con alma olvidada en el tiempo, empresas desanimadas y que desaniman, empresas con alma de marketing –muchas- y empresas desalmadas. Y todo esto tiene que ver con sus valores finales y operativos en acción, con su futuro y con el futuro de nuestro mundo.
“El alma de la empresa tiene dos dimensiones intangibles pero inteligibles: la de cuáles son sus metas o valores finales y la de sus reglas del juego para alcanzarlas”
Una empresa sin alma de verdad no tiene futuro. O, al menos, su futuro no tiene un sentido legitimado y deseable por parte de sus empleados, de sus clientes y de los ciudadanos en general. En definitiva, una empresa sin alma es un proyecto ética, social y emocionalmente no sostenible, por más que sus propietarios y altos directivos obtengan mucho más dinero del que realmente necesitan para ser felices en la vida.
El alma de la empresa tiene dos dimensiones intangibles pero inteligibles: la de cuáles son sus metas o valores finales y la de sus reglas del juego para alcanzarlas. Según el denominado modelo triaxial de la Dirección por Valores (Figura 1), una empresa con alma es una empresa con un equilibrio de valores basado en la confianza, en la que su acción pragmática (sus estructuras, sus procesos, su política de personas, su imagen y sus estilos de liderazgo) está animada de forma sinérgica por un adecuado desarrollo no sólo pragmático sino también ético y emocional, y sus valores finales -su visión y su misión- van más allá del beneficio económico ilimitado y a cualquier costa, teniendo pleno sentido para el bien común y para la felicidad de sus propietarios y empleados.
En una empresa con alma y con futuro deseable, dirigida por valores y con una auténtica Responsabilidad Social Corporativa, las personas ya no son meros “recursos humanos” a optimizar, sino fines en sí mismas a cuidar y potenciar. Y el beneficio económico ya no es el valor final por excelencia, sino un medio para su supervivencia y crecimiento, así como una consecuencia de hacer bien las cosas con las personas, ya sean éstas propietarios, empleados, clientes, proveedores o ciudadanos en general. Una empresa con alma auténtica anima a trabajar en ella con pleno rendimiento, a arriesgarse a invertir en su futuro como capitalista sensible, a relacionarse con ella como proveedor inteligente y a comprar sus productos como cliente consciente.
Necesitamos buenos medicamentos, buenos tornillos, buenos teléfonos, buenos servicios de limpieza, buenos servicios bancarios o buen pan recién hecho. Necesitamos empresas. Pero necesitamos empresas más generosas, menos burocráticas, menos autocráticas y más felices. Necesitamos muchas empresas humanamente más evolucionadas.
Es evidente que una empresa que carezca de valores pragmáticos no tiene futuro. Y también empieza a ser evidente que la conducta abiertamente no ética de la empresa pone en peligro su supervivencia material. Los casos de Enron y Arthur Andersen resultan históricamente paradigmáticos en este sentido.
Pero todavía se disocia excesivamente la auténtica sabiduría necesaria para la sostenibilidad y supervivencia física y emocional de la especie humana de la sabiduría de management empresarial. Así, el motor más importante entre los seres humanos como buscadores de felicidad, el amor, parece a primera vista incompatible con la estrategia y el quehacer cotidiano en la empresa. Capitalismo y sensibilidad parecen incluso antagónicos.
Sin embargo, existe una esperanza: el desarrollo personal, el desarrollo organizacional y el desarrollo social están íntimamente entrelazados, y las inquietudes de desarrollo personal y de búsqueda de sentido por parte de empresarios y directivos van en aumento, al menos desde nuestra perspectiva como consultores y formadores de empresa. Como acostumbra a decir Antonio Vega, vicepresidente de la Fundación Consultores sin Fronteras y director de Augere y Asociados, se está empezando a comprobar que “una empresa afectiva es una empresa más efectiva”.
Hemos de reconocer que cualquier trabajo profesionalmente bien hecho es un trabajo realizado con alma, con cariño, con corazón. Por otra parte, el sueño de cualquier empresario es que sus empleados quieran y cuiden de su empresa. Para ello, se deben sentir queridos por él, y no instrumentalizados como meros “recursos humanos” a optimizar e, incluso en ocasiones, a explotar. Cuando eso ocurre, el empleado puede estar en su puesto de trabajo “de cuerpo presente”, pero un buen porcentaje de su talento, de su espíritu creativo, de su amabilidad, de su alma, está ausente. El absentismo psíquico o anímico produce muchas más perdidas económicas a la empresa que el absentismo físico; algún día acabará calibrándose con precisión.
Por otra parte, tanto el empleado como el cliente quieren ser tratados por una empresa amable. Y amabilidad significa ser digno de ser amado o querido.
El eje de valores “emocionales-generativos” o “poiéticos”, tales como la ilusión, la serenidad, la pasión, la alegría o la imaginación, es esencial para animar la conducta del alto rendimiento práctico. Sin embargo, su pleno desarrollo con sentido requiere ser contemplado desde otro eje sinérgico: el de los valores ético-espirituales.
Hay que dar un paso radicalmente más allá en la inteligencia emocional: la definitiva incorporación empresarial de los valores “ético-espirituales”, tales como el respeto a uno mismo y a los demás, la dignidad, la generosidad, la autenticidad, la integridad entre lo que se dice y lo que se hace y, en última instancia, el servicio al bien común, resultan básicos para la legitimidad social, el compromiso de alto rendimiento o simplemente, el atractivo social de toda empresa en competencia abierta al mercado. Y lo mismo ocurre con las organizaciones públicas abiertas a los votantes. Es cuestión de evolución del nivel de consciencia. La que puede denominarse “inteligencia ético-espiritual” ha de ser un factor determinante de prosperidad colectiva en el futuro.
En todo caso, sin el motor originario del amor, del cariño o, al menos, del auténtico afecto positivo por las personas, la Dirección por Valores y la RSC son casi nada, llegan a ser papel mojado. Por más que nos afanemos en medir indicadores reputativos y en elaborar metodologías de implementación, por otra parte muy necesarias.
Como bien sabemos, que no es lo mismo que las practiquemos, existen diversas manifestaciones del amor entre los seres humanos, tales como el amor romántico, el amor pasional, el amor paternofilial o el amor cómplice. El amor cómplice es el que permite el cuidado mutuo de una relación dentro de un proyecto vital con sentido compartido. Lógicamente, es a esta última dimensión a la que hacemos referencia en el presente artículo.
El motor o variables antecedentes de las acciones de la RSE, el porqué realmente consistente ha de ser la inquietud ética filantrópica. Son de rechazar en este sentido las constantes declaraciones de líderes de empresas aparentemente comprometidas con su responsabilidad social de que “no lo hacemos por mera filantropía”. ¿Será que desconocen el significado de esta palabra?
Otra cosa son las consecuencias o para qué de esas acciones. Además, o por encima, de beneficios tales como aumento de la reputación, fidelización de clientes o motivación de empleados, desde la perspectiva de la DpV la principal consecuencia de la RSE es, sin ambages, la satisfacción o felicidad personal derivada de la participación en la construcción de un mundo mejor.
La RSC desde la mirada de la Dirección por Valores
Desde la óptica de la DpV, la Responsabilidad Social Corporativa:
- Queda ya incluida conceptualmente dentro de la formulación estratégica de la misión o “qué aportamos y a quién”, incluyendo a la sociedad en su conjunto como uno de sus principales grupos de interés, así como a sus empleados, proveedores y clientes.
- No debe ser un mecanismo de “alivio” de la conciencia empresarial, sino un resultado de su expansión.
- Es mucho más que un conjunto más o menos disperso de acciones de marketing o relaciones públicas.
- Es la inquietud eutópica de una triple sinergia entre desarrollo económico, desarrollo emocional y desarrollo ético. (Ver tabla)
El cada vez más poderoso mundo de la empresa está adquiriendo la responsabilidad histórica de convertirse en un auténtico agente de cambio social positivo. Si existen gobiernos corruptos es porque hay empresas que los alimentan. Y también porque hay consumidores que lo consienten, negando la realidad cada vez más revelada y mirando para otro lado: el de su propia cartera.
Cuando en nuestros talleres de DpV preguntamos a los directivos de grandes empresas, después de una propuesta de toma de conciencia y relajación, cuáles deberían ser las reglas del juego que gobernaran el mundo, responden invariablemente valores tales como la solidaridad, la libertad, la paz, la armonía o, incluso, el amor. Lo saben. Sin embargo, los valores corporativos habituales acostumbran a ser palabras tan necesarias pero a la vez tan tópicas y desgastadas como la calidad, el trabajo en equipo o la eficiencia. ¿Son estos valores auténticamente motivadores del sentido de la acción de alto rendimiento en el trabajo? ¿Incluso los lunes por la mañana, momento científicamente comprobado en el que se acumulan los casos de defunción por muerte súbita?
Abrir el espacio de posibilidad del alma, del amor, del equilibrio de valores y del servicio al bien común ha de dejar de ser una utopía en el mundo de la empresa para pasar a ser la esencia de la auténtica revolución empresarial –y global- pendiente. Y lo hemos de impulsar y construir incluso quienes no somos más que aprendices en este terreno.
El mundo de la empresa, reflejo del mundo interno y del nivel de consciencia de sus propietarios y agentes, es cada vez más responsable de la construcción del mundo en que vivimos, con sus avances y sus desastres, por lo que nuestra esperanza de evolución y humanización como especie pasa, en buena parte, por la evolución de dicho nivel de conciencia.
El cada vez más poderoso entorno y liderazgo del mundo de la empresa promueve lo más grande y lo más terrible del ser humano a su paso por el mundo en búsqueda de la felicidad. Desde la tecnología, para comunicarse al instante con nuestros seres queridos a través de los océanos o para haber erradicado definitivamente la viruela del planeta Tierra, hasta las guerras económicas (todas), la indecente corrupción de políticos, el amenazante deterioro del clima o la erosión del paisaje promueve hasta la falta de tiempo para ser plenamente humanos. Como Aristóteles diría: “El exceso de trabajo impide la adecuada contemplación de la belleza y de la verdad”.
El mundo de la empresa tiene cada vez más ética y más poética, aunque a muchos les cueste imaginarlo. Sin embargo, todavía es demasiado prosaico, y necesita dar un enorme salto cualitativo y cuantitativo en estas dos dimensiones humanas. Es su oportunidad histórica como agente de cambio positivo para llegar a construir un mundo plenamente habitable. Como afirma el palentólogo Eudald Carbonell, nuestro cerebro de homínido tiene suficiente volumen para conseguir esta adaptación evolutiva de cara a nuestra supervivencia como especie.
El presente artículo pretende contribuir a impulsar la necesidad actual de que las personas vinculadas al mundo de la empresa: propietarios, directivos, empleados, proveedores, académicos, consultores, publicistas, estudiantes y consumidores, asumamos un papel activo e histórico de agentes de cambio social evolutivo.
Filantropía significa amor por el ser humano y confianza cómplice en su potencial de desarrollo y trabajo, lo cual es un intangible más poderoso que cualquier otro elemento empresarial tangible, el dinero incluido. Qué lástima que se diga que la RSE de una empresa “no es mera filantropía” y que su auténtica motivación sea, sin embargo, la “mera reputación marketiniana”.
Vivimos un momento sociocultural en la Historia dominado con prosaico abuso por los valores de supervivencia y control eficientista del pragmatismo económico-tecnológico en el poder, y no sólo en el mundo de la empresa, sino a nivel del mundo académico, del entorno social y del sistema en general. Tanto es así que podemos llegar a preguntarnos: ¿Pero es que realmente no hay personas sensibles, ética y emocionalmente desarrolladas y valientes, en las cimas de las estructuras organizativas? ¿Qué es lo que está ocurriendo en nuestro sistema capitalista? ¿Por qué disociamos tanto los valores del mundo afectivo y familiar de los valores pragmáticos del mundo de la gestión empresarial? ¿Por qué no existen suficientes líderes y empresas capaces de armonizar la capacidad de realismo pragmático con los ideales “utópicos” del sueño humanista, en el que la persona es un fin y no un mero recurso? ¿Por qué hay tanto miedo a la libertad? Para que un gran sueño se haga realidad, ¿no habrá que tener primero un gran sueño?
El auténtico reto del siglo XXI consiste en saber mantener y mejorar el funcionamiento del sistema productivo, sin generar a su vez pérdidas irreparables en otras dimensiones de valores: pérdidas de tiempo para vivir, de aire limpio y de paisajes naturales, de salud física y emocional, de conciencia social, de relación con la pareja y los hijos, de vínculos de amistad, de identidad cultural, de cortesía. En definitiva, sin que el denominado progreso sea a costa de la pérdida del sentido emocional y ético del trabajo y de la empresa.
Las organizaciones de trabajo convencionales, todavía dirigidas por instrucciones y por objetivos no participativos según el modelo militar, eclesiástico y tecnocrático-maquinal, permanecen cargadas de costosísimas e ineficientes estructuras de control, y están obsesionadas por la eficiencia de resultados y costes a corto plazo, muchas veces a costa de lo que sea, incluso de la felicidad misma de sus propietarios. Están excesivamente disociadas entre números y emociones, y resultan relativamente carentes de sentido para el trabajo sensible, gozoso, cooperativo y libremente creativo de alto rendimiento.
Y todo eso, ¿cómo lo hacemos?
No hay respuestas cerradas: sólo líneas de acción urgente. Hace falta menos ruido, menos miedo y más confianza en nosotros mismos y en los demás, más conciencia y sensibilidad por parte de todos, más formación en metodología axiológica, más herramientas conceptuales y prácticas de cambio cultural, más conversación democrática, más liderazgo participativo, más imaginación, generosidad, humildad, complicidad, alegría e inteligencia práctica, emocional, ética y espiritual. En definitiva, hace falta un poco más de utopía amorosa, no sólo en el poder empresarial, sino en el poder interior de cada uno de nosotros.
Esperemos que la nueva sección de Executive Excelence sobre Responsabilidad Social de la Empresa estimule este debate y muestre experiencias dignas de ser emuladas por su creatividad, sensibilidad, coherencia y valentía, así como por su impacto positivo en la cuenta de resultados y, por supuesto, en la reputación de la empresa.
En todo caso, como propone el eslogan de la Fundación Consultores sin Fronteras: ¡La utopía transforma la realidad!